INICIO DE LA NOVELA


Corría el año setenta y seis, o a lo sumo el setenta y siete, y por entonces en casa de nuestras tías había un reloj con forma de catedral que no andaba nunca o casi nunca y que, sin ser muy grande en sí, era objetivamente grande para la mesa baja de madera y vidrio en que se hallaba y era también algo suntuoso para la habitación, o sea el oscuro comedor de aire asfixiante, donde entre muebles y adornos de escaso o nulo valor y de escaso o nulo interés ese reloj enseguida sobresalía como lo único atractivo, al menos para nuestros ojos infantiles.