GOLPE A GOLPE


Entrevista de Marcelo Figueras, publicada en la revista “La Mano”, Buenos Aires, marzo de 2008.



Por Marcelo Figueras


Ahora es un señor escritor, un hombre de mundo, un padre de familia y un entrepreneur. El internacionalmente traducido autor de Agua, de La mujer de Wakefield, de Todos los Funes y de la flamante La sombra del púgil, también fundador, junto a Eduardo Milewicz y de David Fajn, de la editorial La Compañía. Pero cuando yo lo conocí era un cachorrito, parte de la camada que, junto a Marcelo Fernández Bitar, se crió a la sombra (una expresión desafortunada: habría que decir, en este caso, a la luz) de Pipo Lernoud: estos dos corrían, munidos de libretita, Bic azul y grabador, detrás de cada recital de rock que sonase en esta puta ciudad.

¿Dónde estaba la literatura en aquellas épocas? Eduardo Berti sostiene que, por debajo del multitasking rockero, el amor por la ficción estuvo siempre. Quizás alentado por aquellas tías solteras a las que de algún modo homenajea en La sombra del púgil, profesoras de literatura que vivían juntas pero tenían bibliotecas separadas –en las que por supuesto, muchos libros coincidían, duplicándose. “Una de ellas me prestaba la Olivetti celeste en la que escribí mis primeras cosas. Ya en la secundaria tenía lo que por entonces se llamaba ‘revista subte’, la editábamos con Marcelo (Fernández Bitar) y con otro amigo. Habíamos hecho una suerte de estudio de marketing primitivo y encontrado un nicho que las otras revistas no visitaban. ¡La nuestra era una revista ‘subte’, pero deportiva! Un día dimos con Fangio a través de la guía telefónica. Nos citó a las dos horas. Cuando llegamos, nos esperaba con leche con vainillas. Me asombró la voz que tenía: finita, finita. Como la de Gombrowicz”. Lo que va de Fangio a Gombrowicz, con escala en Lou Reed: una buena configuración del mundo imaginario de Eduardo Berti.

Quizás la efusión rockera tuviese que ver con el acercamiento a un universo narrativo (¿qué es una buena canción sino un cuento sonoro, una de las formas precursoras de la literatura comprimida que hoy está tan de moda? ¿acaso no era consciente Spinetta de estar encapsulando Kafka en cuatro estrofas?), antes que a un estilo de vida. “Yo no era Enrique Symns. Pipo (Lernoud) nos abrió la puerta, y de inmediato yo me sentí próximo a la mirada de un Miguel Grinberg, un tipo que venía de la literatura, que se carteaba con Allen Ginsberg, que ayudó a relanzar a Gombrowicz”, recuerda. Esa distancia crítica con el rock debe haber sido determinante a la hora de debutar en la literatura. Así como se mantuvo a prudente distancia de la carrera de Letras (“Iba de oyente. Recuerdo clases de Ricardo Piglia”, dice, mentando a otro que hurtó el cuerpo a Letras para que no interfiriese en su proceso creativo), Eduardo Berti decidió que su primera novela, Agua, no tendría nada que ver con el rock ni con su presente, en un tiempo en que la mayor parte de los escritores coetáneos concebían personajes que no se sacaban sus Ray Ban ni en la ducha, escuchaban Velvet Underground a toda hora y costeaban vicios nasales caros. “Si hubiese escrito una novela ‘rockera’ se la habría leido en clave”. Al estilo de Jorge Asís y Diario de la Argentina, apunto yo. Pero eso no lo habría beneficiado en nada. “¡Si yo siempre había tenido un pie adentro y otro afuera del rock!”

A esa altura, la temporada en Página 12 y el patrocinio de figuras como Juan Gelman y Homero Alsina Thevenet le habían proporcionado otro aire. Empezó a descubrir que la inmensa mayoría de sus artículos podían haber sido publicados un año más tarde sin perder vigencia, los asuntos que le interesaban excedían de modo literal los confines del periodismo diario. Así como necesitaba otra mecánica de escritura para sus relatos –el periodismo se hacía en la computadora, la ficción la escribía a mano-, se planteó la posibilidad de crearse otra relación con el tiempo: quizás la literatura dependiese de un modo distinto de ‘ser’ en el tiempo, fuera de redacciones, de deadlines –y hasta de los trágicos ciclos de la historia argentina.

Agua transcurre en Portugal en 1920. El protagonista, Luis Agua, llega a una aldea llamada Vila Natal para convencer a sus habitantes de las bondades de la luz eléctrica. A la manera de la gente de Vila Natal, el Berti que tomaba consciente distancia del rock se decía a sí mismo que no todo lo eléctrico es bueno por el simple hecho de serlo.

Cuando se concretó la primera traducción, Eduardo Berti vio su oportunidad de cumplir un viejo sueño, que define de la manera más colorida: “Quería sacarme la curiosidad, descubrir qué significa ser extranjero”. Hijo de un rumano criado en Francia, que tuteaba a sus hijos “pero a la hora del imperativo te trataba de usted”, Berti creció contemplando un plano de París que su padre había plantado sobre una pared. Cuando conoció a su actual mujer, descubrió que la madre de ella también tenía un plano de París pegado en su propia casa. (Otra duplicación, como la de las bibliotecas.) Los signos eran demasiados, ignorarlos hubiese sido catastrófico. Y así comenzó la etapa parisina de Berti and wife, el desarrollo de una experiencia –la de ser extranjero- que por primera vez en muchos años una generación argentina podía permitirse de manera voluntaria –esto es, no perseguida ni por la política ni por la crisis.

“En mi primer tiempo en París buscaba analogías. Tenía cerca la Place de l’Italie, del mismo modo en que en Buenos Aires había vivido cerca de Plaza Italia”. (Más duplicaciones.) La estadía le sirvió para desmitificar la ciudad de los planos. “Uno va descubriendo que en todos los sitios ocurren cosas similares. París también tiene barrios bravos o inhóspitos, sitios en los que el cartero deposita su bolsa en la esquina y sale corriendo”. Pero claro, también tiene sus rincones hospitalarios. “La posibilidad de ver todo el cine, en ciclos imperdibles. De comprarse todos los libros usados por dos pesos. De perderse en bibliotecas que lo tienen todo, Saer me decía que allí adentro el tiempo se detenía para él”.

¿Tuvo París algún efecto sobre la escritura? “Supongo que necesitaba distancia, no tanto de la lengua como del habla”. Procurarse un sitio de equilibrio, que alejase al escritor de la imitación del lenguaje cotidiano que Soriano siempre practicó bien y tantos otros tan mal; la búsqueda de un lenguaje propio pero nunca neutral, equidistante de las dicotomías que tendían a asfixiarlo, a asfixiarnos. (Borges versus Arlt, o las dos bibliotecas; la París real y la de los planos; la de la teoría de los dos demonios que determinó el relato de nuestras infancias y juventudes.) “Yo creo que la ficción tiene el deber de dudar, de no perderse los grises. Aceptar que no hay más que víctimas o victimarios es empobrecedor”. Le recuerdo que el grueso de la sociedad argentina reduce el genocidio de los años 70 a un entuerto entre victimarios (los militares) y víctimas (los desaparecidos, los exiliados), atribuyéndose a sí misma el conveniente rol de espectador pasivo, como si sus acciones y sus omisiones no hubiesen sido co-responsables de lo ocurrido. “Está claro que no somos inocentes, pero tampoco somos iguales a Astiz”. En esa vasta zona gris, en esa tierra baldía, cifra Eduardo Berti el deber ser de la literatura. Nada sería como es sin sus protagonistas, pero tampoco lo sería sin las circunstancias que lo ha hecho posible: ¿acaso hubiese sido tal como era el Wakefield de Hawthorne de no haber tenido la mujer que tuvo?

Berti desconfía de la territorialidad en materia de literatura, prefiere diseñarse un plano propio. “Me cuesta pensar en términos de país… Tiendo más bien a pensar en términos de idioma o, más libremente aún, de formas de abordar la literatura. Me siento más cerca de un francés como Paul Fournel o de un israelí como Etgar Keret que de algunos escritores argentinos. No por haber nacido a menos metros de distancia uno tiene que tener afinidades obligatorias”.

¿De dónde surgió la iniciativa de la editorial La Compañía? “Del mejor lugar posible, el del deseo. Estaba trabajando en un guión de cine con Eduardo Milewicz, el director de La vida según Muriel, de Sami y yo. Durante el proceso empezamos a hablar de la idea junto con David Fajn, que era uno de los productores”. La película no se hizo todavía, la historia de la cultura argentina del último siglo está definida por las cosas que se nos ocurren mientras no podemos hacer lo que queríamos hacer originalmente. Pero la editorial ya existe. Sus dos primeros títulos son Lady Susan, de Jane Austen, con traducción y posfacio de Berti, y La misma sangre, de William Goyen, con traducción y posfacio de Esther Cross. Le comento que nunca en mi vida había oido hablar de Goyen, pero que el cuento inicial, Preciada puerta, me pareció fabuloso. Responde que esa es parte de la gracia de la editorial. “La posibilidad de difundir para la gente escritores que admiro. En el fondo seguirá siendo siempre una editorial de lectores, de tipos que quieren compartir con los amigos lo que leen, que se las arreglan para traducir inéditos, que responden a la bronca de que determinadas cosas no se consigan en las librerías”.

La sombra del púgil es una historia narrada en primera persona, un recurso que suele remitir a la experiencia vivida –uno cuenta lo que le pasó, lo que sintió, lo que vio-, pero que Berti (re)tuerce para contar cosas que sólo se saben, o se intuyen, por interpósitas personas que procuran relatos imperfectos –contradictorios, incompletos, por ejemplo lo que dejan saber ciertas cartas discontinuadas. A pesar del tufillo nostálgico (el narrador remite la historia a su infancia, cuando oyó por primera vez del asunto), la cuestión de los relatos subordinados es de rigurosa actualidad: ¿o no vivimos todos en una sociedad que nos alimenta a relatos –el de lo real, el de la ley, el político, pero también en el micromanaging de lo cotidiano, como el código de colores que nos impone el semáforo- en los que creemos a pies juntillas, a pesar de que también resultan imperfectos, contradictorios e incompletos?

El título de la novela habla de un púgil en singular, aludiendo tal vez al boxeador que alguna vez cortejó a una de las tías solteronas. (O tal vez a las dos: ¡más duplicaciones!) Este hombre es una suerte de Bartleby, que ante cada oferta de un nuevo match sugiere que preferiría no hacerlo. Pero también existe otro púgil, uno al que el relato coloca más lejos –más a la sombra-, pero que resulta imprescindible en su condición de retador. Este es un anti-Bartleby, uno que insiste: ‘Preferiría hacerlo’, o sea combatir, cada vez que se le cuestiona su porfía. En buena medida todos estamos comprendidos por estas dos instancias, la de aquel que declina la oportunidad de hacer –y por ende decide permanecer idéntico a sí mismo- y la de aquel que persigue la posibilidad de cambiar. O para ponerlo de otro modo: la de aquel que acepta la versión que se le ofrece y la de aquel que la cuestiona.

Le pregunto para qué sirve la literatura y esquiva el bulto. La noción de utilidad lo inquieta, prefiere defender la noción de gratuidad. “Me acuerdo del chiste de Mafalda: no sabemos qué quiere decir ‘guau’, pero igual nos gustan los perros. Siempre habrá algún señor que nos explicará que un perro sirve para espantar amenazas o para hacernos compañía o para traernos el diario entre los dientes, y no le faltará razón. Pero yo creo que amamos a los perros y a los libros por razones más profundas, que no se pueden resumir en términos de utilidad”. Sin embargo se desdice dos veces (dos) a la manera del maestro Piglia, cuando sugiere que a Borges no hay que creerle lo que dice con sus opiniones sino lo que sostiene con su ficción. Primero Berti corrige, tamiza su propia adhesión a la gratuidad del arte. “Algunos días creo que la literatura sirve para recordarnos que el mundo podría ser de otras maneras, para demoler certezas y seguir formulando preguntas. Otros días en que me levanto más realista siento que está para nombrarnos, describirnos, enseñarnos a mirar de otra forma lo que creemos ya sabido” . O sea para cuestionar la naturaleza del relato oficial, proponiendo alternativas –una segunda versión.

Pero esencialmente se desdice con La sombra del púgil, a través de ese boxeador anti-Bartleby que no deja de cuestionar la versión de los hechos, el fallo del jurado que considera discutible. Ese púgil no dice ‘guau’, sino que gruñe y le enseña los dientes a una realidad que desconoce, porque no quiere reconocerse en ella. Ya no somos cachorritos, la hora de la leche y las vainillas quedó atrás. En estos tiempos de tanta literatura haciendo ‘guau’ de perrito faldero, me gustó que uno de los dos boxeadores de La sombra del púgil –aquel al que se mira desde más lejos porque se le teme, aquel al que todavía hay que animarse a mirar de cerca- se atreviese a mostrar los colmillos. ~