EL OSCILANTE PODER DE LOS SIMBOLOS


Comentario de "La sombra del púgil", publicado en junio de 2008 en ADN Cultura, diario La Nación, Buenos Aires, Argentina



Por Soledad Quereilhac

Para LA NACION


"Toda familia, cuando acaba de dispersarse, conserva un símbolo que siempre, en adelante, evocará para sus miembros la noción de hogar." Con este epígrafe de la escritora británica Rumer Godden comienza la nueva novela de Eduardo Berti, La sombra del púgil , y puede decirse que en este caso la cita funciona, efectivamente, como sintética y eficaz clave de lectura. Porque en esta novela situada en Buenos Aires, que reconstruye una historia familiar vista desde los recuerdos de tres hijos varones, hay, al menos, dos símbolos que condensan esa mezcla irrepetible de asombro, afecto y entendimiento a medias que caracteriza las vivencias de la infancia: un reloj antiguo con forma de catedral, propiedad de dos tías solteronas, y la figura de un mítico boxeador, escondida en el pasado del cerrajero, a la sazón también relojero, del barrio. Objetos y figuras del pasado que, con el correr del tiempo, se despegan del resto del escenario caduco y cobran la fuerza de símbolos en donde las líneas de la percepción, las relaciones filiales y los relatos orales se intersecan con particular sentido. Gracias a la presencia de esos dos símbolos, La sombra del púgil hace transitar su historia por un doble carril: el que recupera la mirada infantil, aquella que se fascinaba con el boxeador-superhéroe del barrio o que, en cada visita a las tías, sospechaba que el arrítmico reloj era una "criatura viva"; y el que sigue el surgimiento de la mirada adulta, aquella que repone el costado sórdido del otrora púgil, o que finalmente descubre ese "factor terrenal y no tan arbitrario" que debía poner a andar el reloj, "un factor que entonces se nos escapaba."

Traductor, guionista y periodista cultural, Eduardo Berti es autor de los libros de cuentos Los pájaros (1994) y La vida imposible (2002), así como de las novelas Agua (1997), La mujer de Wakefield (1999) y Todos los Funes (2004), esta última finalista del Premio Herralde. Su cuarta novela es, en varios sentidos, diferente de su producción anterior, ya que es la primera que se sitúa en Buenos Aires, en un tiempo relativamente cercano, y que está narrada por una curiosa voz en primera persona del plural, cuyo pacto con el lector es más íntimo, y su tono, ciertamente coloquial. Con todo, la continuidad con sus libros anteriores está presente en la reaparición del recurso de la rescritura como atizador de la ficción: así como en La mujer de Wakefield, Berti retomaba elementos apenas insinuados en el célebre relato de Nathaniel Hawthorne, y en Todos los Funes jugaba con el conjunto de personajes literarios de apellido homónimo, en La sombra del púgil esa rescritura ya no dialoga con la tradición libresca, sino que es lo que parece hacer avanzar, tanto a nivel de la historia como del funcionamiento discursivo de esa familia, las diferentes versiones de los hechos, que se van completando o contradiciendo a medida que se suman años y secretos develados.


Así, la historia de Justino, el púgil del título, que el padre va narrando noche a noche en la sobremesa con arrebatos algo fantasiosos (para deleite de sus hijos), se retoma más tarde con la información aportada por la madre, por los hijos ya adultos y, sobre todo, por la irrupción de jugosas cartas de amor. Esta historia se ensambla también con las súbitas resucitaciones del "reloj catedral", detrás de las cuales vela, efectivamente, la sombra del púgil, devenido relojero.

Entre los aciertos de esta trama familiar que sabe aprovechar el oscilante poder evocador de los símbolos cuando ellos pertenecen al pasado, está sin duda la original construcción de la voz narradora, una especie de colectivo interpersonal que al decir "nosotros" produce más extrañamiento que tranquilidad. Porque ese plural, que remite a los tres hermanos varones a la vez, parece ser en realidad, por momentos, una voz singular móvil, adjudicable a uno de los hermanos por su modo de referirse a los otros dos; pero en otras ocasiones, esa voz parece pertenecer a un punto de vista en tercera persona, cercano en las vivencias aunque distante en su mirada de conjunto. Por último, esa voz también remite a una enunciación generacional, aunque no en términos extendidos socialmente, sino acotada a la generación de los hijos en ese escalafón familiar particular. En todo caso, el efecto mayor de ese colectivo es el de reforzar la relación de pertenencia de estas voces con la familia de la infancia, una relación que ya no existe en la adultez sino bajo la forma de la nostalgia.

El tiempo histórico también ingresa en la novela, aunque en las formas en que este suele dejar sus marcas cuando la percepción es la de un niño amparado en el seno de su familia: los años de la dictadura, atisbados en algunas incómodas anécdotas con el padre; o el aún vigente estrellato mediático del boxeo, acaso su última marca posible en una memoria infantil, ya que la generación siguiente solo podrá jactarse de la fascinación por Titanes en el Ring . Todo este universo novelístico se va tejiendo gracias a otra afortunada elección formal: la de un registro coloquial efectivo por su artificialidad, por su articulación de lo aprendido en literaturas rioplatenses anteriores con una búsqueda estrictamente literaria de distanciar el lenguaje de sus usos más frecuentes y hacerlo hablar un estilo nuevo.

La sombra del púgil es, en este sentido, de esas pocas novelas que, tras la fluidez de su trama, tras el efecto adictivo de lectura que despierta ese micro-mundo de tías, relojes y boxeo, permite detectar un trabajo consciente con las formas, una relación no inocente con la literatura.